Fue sin duda más famoso por quemar libros que por coleccionarlos. Sin embargo, cuando murió a la edad de cincuenta y seis años poseía una biblioteca estimada en mil seiscientos volúmenes. Se trataba de una colección impresionante en muchos aspectos, que contenía primeras ediciones de obras de filósofos, historiadores, poetas, dramaturgos y novelistas.
La biblioteca representaba para él una suerte de fuente pieria -la fuente metafórica del saber y la inspiración-, en cuyas aguas ahogó sus inseguridades intelectuales y alimentó sus ambiciones fanáticas. Leía con avidez, por lo menos un libro cada noche o, a veces, según propio testimonio, incluso más. «Cuando uno da, también debe tomar -dijo en una ocasión-, y yo tomo cuanto necesito de los libros.»
Situaba el Don Quijote entre los grandes libros de la literatura universal, junto a Robinson Crusoe, La cabaña del tío Tom y Los viajes de Gulliver. «Cada uno de ellos constituye en sí mismo una idea grandiosa», dijo. En Robinson Crusoe veía «la evolución de toda la historia de la humanidad». A su juicio, el Don Quijote reflejaba «con ingenio» el final de una época. Tenía ediciones ilustradas de ambos libros y apreciaba especialmente los dibujos románticos que hizo Gustave Doré del héroe cervantino asolado por las ilusiones.
También tenía las obras completas de William Shakespeare, publicadas en versión alemana por Georg Müller en 1925, dentro de una colección que pretendía acercar la literatura excelsa al público general. El volumen seis se compone de Como gustéis, Noche de reyes, Hamlet y Triolo y Crecida. Todos estos libros, encuadernados en cuero marroquí artesanal, ostentan en el lomo el estampado dorado de un águila flanqueada por las iniciales «A H». Consideraba que Shakespeare era superior a Goethe y a Schiller, ya que la imaginación del inglés se había alimentado de las fuerzas proteicas del incipiente Imperio británico, mientras que los dos dramaturgos teutónicos habían malbaratado su talento en historias que trataban de crisis personales y rivalidades entre hermanos. ¿A qué se debía -se preguntó- que la Ilustración alemana hubiera producido Natán el Sabio, la historia de un rabino que conciliaba a cristianos, musulmanes y judíos, mientras que a Shakespeare le fue dado ofrecer al mundo El mercader de Venecia y el personaje de Shylock, paradigma de todos los defectos del judío?
Parecía saberse el Hamlet al dedillo; «Ser o no ser» era una de sus frases favoritas, lo mismo que «Es Hécuba para mí». Sentía especial predilección por Julio César. En un cuaderno de notas de 1926 dibujó una detallada escenografía para el primer acto de la tragedia shakespeariana, con siniestras fachadas que cercaban el foro en el que César es asesinado.
«Nos volveremos a ver en Filipos», amenazó a sus oponentes en más de una ocasión, parafraseando la advertencia que el espectro hizo a Bruto tras el asesinato de César. Y, según se cuenta, reservaba los idus de marzo para las decisiones cruciales.
Guardaba sus libros de Shakespeare en el estudio del segundo piso de su retiro alpino del Obsersalzberg, en el sur de Alemania, junto con la edición encuadernada en piel de otro de sus autores predilectos, el novelista de aventuras Karl May. «El primer Karl May que leí fue Los ladrones del desierto -recordó-. ¡Quedé impresionado! Me zambullí en él de inmediato, lo que provocó un claro descenso de mis notas escolares.» Más tarde diría que, así como otros buscaban consuelo en la Biblia, él lo había buscado en Karl May.
Estaba versado en las Sagradas Escrituras y tenía un tomo particularmente hermoso de Worte Christi [Palabras de Cristo], con el título estampado en oro en una cubierta de piel de becerro color crema que hoy sigue siendo tan suave como la seda. También tenía una traducción alemana del tratado antisemita de Henry Ford, El judío internacional: El principal problema del mundo, y un manual de 1931 acerca del gas venenoso, en uno de cuyos capítulos se detallaban las cualidades y los efectos del ácido cianhídrico (o prúsico), el asfixiante comercializado como Zyklon B. En su mesita de noche tenía un ejemplar muy manoseado de los traviesos Max y Moritz, las caricaturas de Wilhelm Busch.
La biblioteca representaba para él una suerte de fuente pieria -la fuente metafórica del saber y la inspiración-, en cuyas aguas ahogó sus inseguridades intelectuales y alimentó sus ambiciones fanáticas. Leía con avidez, por lo menos un libro cada noche o, a veces, según propio testimonio, incluso más. «Cuando uno da, también debe tomar -dijo en una ocasión-, y yo tomo cuanto necesito de los libros.»
Situaba el Don Quijote entre los grandes libros de la literatura universal, junto a Robinson Crusoe, La cabaña del tío Tom y Los viajes de Gulliver. «Cada uno de ellos constituye en sí mismo una idea grandiosa», dijo. En Robinson Crusoe veía «la evolución de toda la historia de la humanidad». A su juicio, el Don Quijote reflejaba «con ingenio» el final de una época. Tenía ediciones ilustradas de ambos libros y apreciaba especialmente los dibujos románticos que hizo Gustave Doré del héroe cervantino asolado por las ilusiones.
También tenía las obras completas de William Shakespeare, publicadas en versión alemana por Georg Müller en 1925, dentro de una colección que pretendía acercar la literatura excelsa al público general. El volumen seis se compone de Como gustéis, Noche de reyes, Hamlet y Triolo y Crecida. Todos estos libros, encuadernados en cuero marroquí artesanal, ostentan en el lomo el estampado dorado de un águila flanqueada por las iniciales «A H». Consideraba que Shakespeare era superior a Goethe y a Schiller, ya que la imaginación del inglés se había alimentado de las fuerzas proteicas del incipiente Imperio británico, mientras que los dos dramaturgos teutónicos habían malbaratado su talento en historias que trataban de crisis personales y rivalidades entre hermanos. ¿A qué se debía -se preguntó- que la Ilustración alemana hubiera producido Natán el Sabio, la historia de un rabino que conciliaba a cristianos, musulmanes y judíos, mientras que a Shakespeare le fue dado ofrecer al mundo El mercader de Venecia y el personaje de Shylock, paradigma de todos los defectos del judío?
Parecía saberse el Hamlet al dedillo; «Ser o no ser» era una de sus frases favoritas, lo mismo que «Es Hécuba para mí». Sentía especial predilección por Julio César. En un cuaderno de notas de 1926 dibujó una detallada escenografía para el primer acto de la tragedia shakespeariana, con siniestras fachadas que cercaban el foro en el que César es asesinado.
«Nos volveremos a ver en Filipos», amenazó a sus oponentes en más de una ocasión, parafraseando la advertencia que el espectro hizo a Bruto tras el asesinato de César. Y, según se cuenta, reservaba los idus de marzo para las decisiones cruciales.
Guardaba sus libros de Shakespeare en el estudio del segundo piso de su retiro alpino del Obsersalzberg, en el sur de Alemania, junto con la edición encuadernada en piel de otro de sus autores predilectos, el novelista de aventuras Karl May. «El primer Karl May que leí fue Los ladrones del desierto -recordó-. ¡Quedé impresionado! Me zambullí en él de inmediato, lo que provocó un claro descenso de mis notas escolares.» Más tarde diría que, así como otros buscaban consuelo en la Biblia, él lo había buscado en Karl May.
Estaba versado en las Sagradas Escrituras y tenía un tomo particularmente hermoso de Worte Christi [Palabras de Cristo], con el título estampado en oro en una cubierta de piel de becerro color crema que hoy sigue siendo tan suave como la seda. También tenía una traducción alemana del tratado antisemita de Henry Ford, El judío internacional: El principal problema del mundo, y un manual de 1931 acerca del gas venenoso, en uno de cuyos capítulos se detallaban las cualidades y los efectos del ácido cianhídrico (o prúsico), el asfixiante comercializado como Zyklon B. En su mesita de noche tenía un ejemplar muy manoseado de los traviesos Max y Moritz, las caricaturas de Wilhelm Busch.
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